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sábado, 12 de noviembre de 2016

La vida de nuestras abuelas. El ciclo de vida de la mujer milpaltense antes de la modernidad.

Esas mujeres de blanco y negro que miramos en las fotos antiguas, alguna vez fueron niñas de ojos de carbón chispeante, nacidas en jacales y casas de piedra, con techos de tejamanil. Sus padres supieron de su sexo hasta el mero día de su nacimiento, - ¡mujercita! -, decía la partera que atendía el alumbramiento, sobre un petate en un rincón de la casa humilde. Esta palabra era escuchada por la madre a veces con alegría, pero a veces también con tristeza, y es que la vida de nuestras abuelas, bisabuelas, tatarabuelas y choznas no fue fácil. Desde su nacimiento sus días estaban marcados por arduas horas de trabajo, amor y sacrificio. Desde niñas fueron educadas para servir a la familia; fueron dóciles, discretas y diligentes. Pocos momentos hubo destinados al juego, este, más bien se intercalaba entre las actividades del hogar: mientras la madre hacía tortillas en el tlecuil, ellas con sus tiernas manos jugaban y aprendían a hacer lo mismo; de igual forma sucedía con el resto de las tareas: cuando iban a lavar a alguna barranca o pozo, cuando cocinaban, cuando cuidaban a los hermanitos, cuando recolectaban leña y a carreaban agua para las necesidades de la casa. Su incorporación al trabajo doméstico se daba de forma natural. No había juguetes, pero la imaginación era suficiente; unos trastos viejos eran perfectos para “hacer la comidita”, un pedazo de trapo relleno de zacate o totomoztle y atado con un cordón, se convertía en la amada muñeca, que a su vez era una hija imaginaria. Con los pies desnudos corrían detrás de conejos del campo y sus risas se mezclaban con el canto de los pájaros. La instrucción formal les estaba negada, las afortunadas cursaban hasta el segundo año de primaria y sólo alguna que otra rebelde con padres más o menos pudientes iban más allá del cuarto año. Con la menstruación, iniciada entre los 13 y 15 años de edad, comenzaba también una nueva etapa, los rostros manchados de lodo se desvanecían para dar paso a la brillante lozanía y el rubor natural en las mejillas; con enaguas hasta los tobillos, descalzas y el cabello atado en frondosas trenzas, se paseaban por el atrio de la iglesia los domingos. Las jovencitas de 14 años eran las privilegiadas para cargar a la virgen en la fiesta patronal. Era también la edad del cortejo, suscitado especialmente en dos circunstancias: cuando iban por el agua o bien cuando iban a lavar la ropa por las mañanas. Casi todas se convertían en madres a temprana edad, ya sea por causa de un matrimonio prematuro o porque se hacían cargo de los hermanos más pequeños. Sus frágiles espaldas se fortalecían con el peso de un infante que envuelto en un rebozo descubría el mundo desde las alturas. Cuando alguna muchacha resultaba casadera, el pretendiente acudía a pedir su mano, incluso a veces sin haber cruzado una palabra con la futura esposa; los padres del novio y de la novia arreglaban la boda y estos últimos recibían a cambio el tributo que consistía en cueros de pulque, animales de corral, maíz, frijol y otros productos, emanados de los terrenos y el trabajo del interesado. Con el matrimonio los quehaceres y los hijos dejaban de ser un juego para convertirse en la directa responsabilidad de la nueva esposa, el bienestar y el sustento de la familia eran asumidos con una total entrega, se levantaban de madrugada para moler la masa en el metate, hacer las tortillas y la salsa de molcajete que el marido se habría de llevar a la faena del campo. Sin embargo; a pesar del aumento en sus compromisos, no pasaban a ser independientes, una nueva figura aparecía en su vida: la suegra. Ella se encargaría de supervisar que las cosas estuvieran bien hechas: el nixtamal en su punto, la masa bien molida, las tortillas bien redondas y esponjadas, los frijoles suaves y espesitos; el jacal barrido, las plantas regadas, el agua almacenada; los animales bien comidos; la ropa del señor limpia y muy alisada, lo cual era todo un reto si pensamos que el instrumento era una plancha de carbón. Pero las mujeres mayores no sólo eran capataces de las nueras, también eran y son el receptáculo donde se almacenan siglos de conocimiento y experiencia. Son ellas las que saben curar un empacho, quitar el mal de ojo, utilizar las plantas para aliviar diferentes males: el marrubio, el ixtafiate, el gordolobo, el árnica, el romero, el pirul y otras tantas; también conocen las que son comestibles: los quelites, la lengua de vaca, la verdolaga, las malvas, la puntas de chayote, el tomatillo, la yuca, los hongos silvestres… saben cuándo es tiempo de preparar la tierra, de sembrarla y de cosechar. Están llenas de historias, de anécdotas y leyendas; ellas ven lo que los seres comunes no vemos: se dan cuenta a primera vista si estamos tristes, preocupados o enojados y muchas veces tienen las palabras precisas para levantarnos el ánimo. Nadie como ellas entiende el valor por la tierra, por la familia y lo importante de conservar los más altos valores. Han vivido a conciencia, con valentía y trabajo hasta el fin de sus días; de esto somos testigos, pues lo mismo las encontramos vendiendo en algún puestecito del mercado, barriendo la banqueta, regando las plantas como si regaran sus propias vidas, remendando, cosiendo, tejiendo… Sea pues nuestro más sincero reconocimiento para estas valiosas mujeres.

                                                                                                                         Martha Retana Zamora


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